LAS RELACIONES CON LOS
ESTADOS UNIDOS
Los revolucionarios de Hispanoamérica enfrentarían solos el poderío español y cuando hubieran alcanzado la independencia, si la alcanzaban, los Estados Unidos concurrirían entonces a exigirles lo que debía corresponderles. Como pago, accederían al reconocimiento.
La neutralidad, el reconocimiento y el derecho a la “cláusula de nación más favorecida” fueron instrumentos de la política exterior de los Estados Unidos para presionar a las naciones de Hispanoamérica en su provecho. Por separado, o en conjunto, empleaban una u otra medida. Las circunstancias y el alcance de sus aspiraciones determinaban cuáles debían ser aplicadas. Los gobernantes norteamericanos mantuvieron siempre una sorda hostilidad con las revoluciones hispanoamericanas, aunque en sus manifestaciones internacionales se presentaban como partidarios de la independencia.
Tales son las características que dominan las relaciones diplomáticas de los Estados Unidos con los gobiernos revolucionarios o repúblicas, ya constituidas en Hispanoamérica.
La Junta Suprema de Caracas fue la primera en enviar sus comisiones a orillas de Potomac. Juan Vicente Bolívar –hermano del Libertador– presidía la Misión. Lo acompañaban Telésforo Orea y José Rafael Revenga. Llegaron a Baltimore el 5 de junio de 1810. Las instrucciones eran muy parecidas a la que portaba Simón Bolívar. La Misión fracasó en sus empeños: no pudo adquirir armas porque las fábricas se habían comprometido con otras naciones; no logró el reconocimiento; pero..., eso sí..., el presidente Madison les prometió enviar a Caracas un cónsul (agente) norteamericano después de haberse decretado la libertad de comercio. En pocas palabras, ellos no reconocían a la Junta Suprema, pero ésta venía obligada a reconocerlos a ellos.
Ellos calificaron el conflicto y determinaron unilateralmente, “sentando cátedra” en materia internacional, que se trataba de una guerra civil. Como si todo esto fuera poco, el Acta del 20 de abril de 1818 prohibía a los suramericanos realizar en el territorio de los Estados Unidos todos aquellos actos tendientes a prestarle auxilios materiales a la revolución.
Para agosto de 1818, se encontraba en Washington, Manuel Hermenegildo de Aguirre, acreditado tanto por Buenos Aires como por Chile para gestionar el reconocimiento oficial. Traía consigo cartas de presentación de San Martín, O’Higgins y Pueyrredón. Las cartas no merecieron consideración alguna, e incluso, Aguirre fue encarcelado por “pretender violar las leyes de la neutralidad”.
La presión económica, ejercida por el gobierno norteamericano contra las colonias españolas de América, traía –como siempre– el acompañamiento musical previo, que la prensa de los Estados Unidos había orquestado: “...las relaciones comerciales y políticas [decía un periódico de la época] de los Estados Unidos con estos pueblos [los suramericanos] son insignificantes comparadas con las que tenemos con Europa”.
Las cortesías debidas a los agentes enviados por los gobiernos revolucionarios o por las repúblicas de Hispanoamérica –ante la Cancillería de Washington– fueron nulas. Apenas se les atendió y casi siempre se les trató mal.
La mayor humillación hubo de sufrirla el mexicano Gutiérrez de Lara cuando siendo Monroe Secretario de Estado se “dignó” recibirlo para proponerle se interesara por la incorporación de México a los Estados Unidos. Las repúblicas hispanoamericanas alcanzaron su independencia luchando contra España y contra los Estados Unidos.
Portugal resultó ser el primer país que brindó su reconocimiento a los nuevos Estados hispanoamericanos (abril de 1821). Un año después lo harían los Estados Unidos (8 de marzo de 1822). Habían transcurrido doce años desde que llegaron a Washington los primeros agentes hispanoamericanos.
Transcribimos ahora uno de los párrafos de la respuesta de John Quincy Adams al Ministro Anduaga. En dicho párrafo expone una de las razones que determinaron el reconocimiento y que silenció el Presidente de los Estados Unidos en su cacareado Mensaje: “Por el hecho del ‘reconocimiento’, no se ha de entender que hemos de impedirle a España que haga cuanto esté de su parte por restablecer en las colonias el imperio de su autoridad...”. Sólo faltó agregarle: que nosotros ayudaremos a ese restablecimiento. No lo dijeron, pero sí lo pusieron en práctica. ¿Cabe mayor cinismo?
Analicemos también cómo los Estados Unidos daban a conocer a países extracontinentales que “América era para los [norte] americanos”. El periódico francés -L’Etoile- brindó una mayor aclaración: Mr. Monroe no es más, después de todo, que el Presidente temporal de una República situada en la costa oriental de la América del Norte. Esa República está situada entre unas posesiones del Rey de España y otras del Rey de Inglaterra, y no hace más que 40 años fue reconocida su independencia. ¿Con qué derecho coloca ahora bajo su control a las dos Américas, desde la bahía de Hudson hasta el cabo de Hornos? Monroe las ponía bajo su control, atribuyendo a los norteamericanos el mismo derecho a la supremacía que el obispo Lué había atribuido a los “godos”: “Mientras exista un español en las Américas, ese español debe mandar a los americanos”. O pensando de igual forma a como ya antes se había manifestado un miembro de la Audiencia de México: “Mientras exista en México un zapatero remendón de Castilla o un mulo de la Mancha, ellos deben tener las riendas del gobierno”.
Durante varios años, la política de los Estados Unidos hacia Cuba estuvo determinada por el hecho de que la Isla gozaba de gran prosperidad, mientras el comercio declinaba con el resto de las colonias hispanoamericanas, devastadas por las guerras de independencia.
La “neutralidad” impidió reconocer como beligerantes a los revolucionarios hispanoamericanos. ¡Hasta la prensa inglesa se preguntaba, irónicamente, si era neutral negar armas a un hombre desarmado que pelea contra otro bien armado! Los gobernantes norteamericanos parecían olvidar que las Trece Colonias alcanzaron su independencia porque Francia no se declaró neutral.
Una nueva Ley de Neutralidad fue aprobada por el Congreso de la Unión (3 de marzo de 1817). La Ley iba dirigida contra los revolucionarios hispanoamericanos: cualquier persona que armara en guerra un buque privado contra un Estado en paz con los Estados Unidos –España se encontraba en ese caso–, sería castigada con 10 años de privación de libertad y 10.000 dólares de multa. Esta medida permitió a los Estados Unidos comerciar con todos, robar a todos y obtener utilidades de todos.